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Viva la Libertad

Por Manuel Parola |


Existe en Argentina una palabra que es como el juguete heredado de la familia: según quién lo use, la generación siguiente lo ve y se asusta o le toma cariño según como lo ha tratado o el uso que le ha dado la anterior. Estamos hablando de la democracia. Y vaya que sobre ella se ha gastado tinta en tratar de explicarla, defenderla, recordarla y a veces, quitarle valor para justificar a aquellos que, a lo largo de la historia, se atrevieron a ponerle precio.

Una de las críticas más frecuentes a Mauricio Macri es el carácter antidemocrático de su gobierno: los numerosos decretos por necesidad y urgencia en detrimento de derechos adquiridos por la población a lo largo de los años desde 1984 a la fecha, la utilización del veto como derecho presidencial para la eliminación de leyes aprobadas por ambas cámaras del parlamento, el uso de Gendarmería Nacional y de la Policía Federal para disolver lo que la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich se ha esforzado reiteradas veces por llamar “disturbios en el área pública”, siempre con un nivel de brutalidad de represión desmedida hacia las manifestaciones populares. Pero estos son elementos presentes en diversos gobiernos, incluidos los 12 años de gobierno del kirchnerismo. Sin embargo, las diferencias entre Macri y los Kirchner son, a las claras, abismales. Entonces, ¿cuál es la verdadera diferencia entre un ciclo y el otro? ¿Qué hace que una democracia capitalista, o un capitalismo democrático como bien define Atilio Borón en su libro “Aristóteles en Macondo”, sea más “democrático” que otro? Según Borón, la respuesta se encuentra en dos cuestiones: los niveles de participación de los ciudadanos comunes (con comunes entiéndase a aquellos que no son integrantes del aparato estatal o representantes gubernamentales) dentro de las tomas de decisión y del nivel de igualdad socioeconómica entre gobernantes y gobernados.

 

Capitalismo y democracia: un oxímoron de aquellos.


En primer lugar, debemos analizar a qué llamamos “democrático” a la hora de referirnos a una gestión política. En palabras de John Stuart Mill, uno de los rasgos más prominentes de una democracia es la escasa distancia económica entre los gobernantes y los gobernados. Por otro lado, si buscamos la palabra de un intelectual más cercano a las masas populares, podemos parafrasear la que para este cronista es la cita más llamativa y profunda del periodista e investigador anarquista Osvaldo Bayer: la democracia no es ir cada cuatro años a poner un papel dentro de una urna, sino la inclaudicable lucha por la dignidad. Avanzando un poco más allá de esto, podríamos incluso adoptar la postura del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, quien destaca la necesidad de la reinvención de la democracia alegando que “la tensión entre capitalismo y democracia desapareció, porque la democracia empezó a ser un régimen que en vez de producir redistribución social, la destruye” y cierra la idea diciendo que “una democracia sin redistribución social no tiene ningún problema con el capitalismo, es la forma más legítima de un Estado débil”.

Por lo expresado anteriormente, podemos calificar a Argentina como un capitalismo democrático. Según el académico de Harvard Barrington Moore Jr., ningún capitalismo democrático fue instaurado sin que previamente se realizara lo que él denomina una “ruptura violenta con el pasado” (la cual no es otra cosa que una revolución), y en donde no se daban estos quiebres profundos y violentos es donde afloraron los resultados más rancios y violentos, producto de las contradicciones de la economía mundial y de las correlaciones de fuerzas internas y externas: el fascismo y sus formas. En los países latinoamericanos, el fascismo fue introducido por medio de los diferentes golpes de Estado que fueron rompiendo con el crecimiento de las fuerzas productivas que en circunstancias puntuales habían comenzado a desarrollarse en acompañamiento del pueblo y en aras de su empoderamiento soberano como nación y como sociedad. Dos ejemplos fundamentales y claros son el golpe de 1930 a Hipólito Yrigoyen por José F. Uriburu en el momento en que se iba a decretar la nacionalización del petróleo y su explotación; el golpe de Augusto Pinochet en Chile en 1973 contra Salvador Allende al poco de haber nacionalizado las minas de cobre y las empresas explotadoras de las mismas, las cuales representaban el 40% de la producción nacional chilena; y el desmantelamiento de Industrias Mecánicas del Estado en 1980 por decisión del gobierno de la Junta Militar, lo cual apagó por completo el polo industrial en el cual se había convertido la provincia de Córdoba y por lo tanto Argentina, la cual producía sus propios autos de marca y sello nacionales y los distribuía a nivel regional. Salvo por el caso de Uriburu (debido a lo temprano del episodio, ya que a Friedrich Von Hayek todavía le faltaban catorce años para escribir Camino de Servidumbre, el libro fundacional del neoliberalismo), tanto la dictadura de 1976 comandada por Videla como así el gobierno de facto de Pinochet en Chile fueron experiencias neoliberales puras y duras. Y los tres casos se encuadran dentro del fascismo como categoría histórica. Existen otros ejemplos, pero sería muy largo y engorroso hacer un recuento en estas líneas, además de que le estaría quitando al lector el placer de encontrarlos a lo largo de la necesaria lectura de Las Venas Abiertas de América Latina de Eduardo Galeano.

Friedrich Von Hayek, el padre del neoliberalismo como modelo, destacó siempre que la democracia en sí misma nunca había sido un valor central del neoliberalismo, ya que ésta podría tornarse incompatible con la libertad si la mayoría democrática decidiese interferir en los derechos incondicionales de cada agente económico para disponer de su renta y sus propiedades a su antojo. Este desprecio expreso por la democracia por parte de Hayek se ve reflejado en los resultados a niveles globales del modelo neoliberal: económicamente ha sido un fracaso rotundo, no tanto así en lograr sus objetivos de romper con la hegemonía de las fuerzas obreras construyendo índices realmente alarmantes de desigualdad adquisitiva, de desempleo y de pobreza en los diferentes países donde fue aplicado.

 

El regreso al neoliberalismo


Contemporáneamente, el neoliberalismo ha sabido llegar a dirigir las matrices productivas de los países de Nuestra América a través de golpes blandos, lawfare, o golpes de Estado a la vieja usanza como sucediera en Honduras en el 2008. Los únicos dos casos en donde ha llegado por medio del voto popular, ha sido Argentina en el caso de Mauricio Macri (luego de una de las más impactantes y flagrantes campañas de desprestigio y confección de un sentido acrítico por medio de los medios de comunicación y la persecución judicial) y Sebastián Piñera en Chile (en elecciones con un 51% de abstenciones en total).

Volviendo al estudio del caso argentino, Aldo Ferrer, ex ministro de Economía de Argentina entre los años 1970 y 1971, explica en su nota “El Regreso al Neoliberalismo” publicada en el Le Mond Diplomatique, que desde la Segunda Guerra Mundial el país se ha visto envuelto en un ciclo de alternancia entre dos modelos de desarrollo, el neoliberal y el “nacional y popular” así llamado por el autor, sin perder de vista que ambos modelos se despliegan dentro de la economía de mercado. Esta alternancia, dice Ferrer, pone en juego la totalidad del modelo de desarrollo e inserción internacional, la distribución de la riqueza y el ingreso. “En nuestro país, la alternancia refleja la dificultad para construir un proyecto de desarrollo hegemónico viable y de largo plazo”.

Si, como dice Marx en el Manifiesto del Partido Comunista, “por la ‘libertad’, en las condiciones actuales de producción burguesa, se entiende la libertad de comercio, la libertad de comprar y de vender”, se entiende que la libertad de la que habla von Hayek no es otra que la libertad de mercado librada por completo a su suerte, con el Estado nacional como garante de esa libertad a rajatabla y la construcción de una masa obrera disciplinada que actúe como elemento productivo de ese sistema, con una tensión redistributiva de muy bajo rango y una generación de ganancia superlativa en un lapso ínfimo de tiempo sin la necesidad de la producción de valor alguno.

El neoliberalismo surge como una nueva fase del capitalismo liberal, el cual había perdido peso ante la aparición del Estado de Bienestar y el impresionante crecimiento de la URSS y la expansión del comunismo. El gobierno de Mauricio Macri ha construido su matriz productiva en base a la doctrina neoliberal hegemónica, impulsada desde 1992 por Francis Fukuyama y los gobiernos de los Estados centrales (Estados Unidos y la UE) como verdad única de modelo perfecto, partiendo de conceptos abstractos como el de “crecimiento invisible”, “salud fiscal” y “volver al mundo” como eufemismos para la reintegración al mercado globalizado, que no es otra cosa que una lavada de rostro para la distribución internacional del trabajo, lo cual implica el abandono de la protección de la industria nacional, la anulación del gasto social y la flexibilización de las políticas de protección económica para así ser de interés para la llegada de posibles inversiones extranjeras a nuestro país.

En ello, el recrudecimiento y el abuso de la violencia desde el Estado como método de disuasión, la destrucción del mercado interno, de la pequeña y mediana industria y empresa, el aumento estratosférico de las tarifas, la monopolización de los medios de comunicación, la persecución ideológica, el aumento de la desigualdad y la pobreza y la concentración salvaje de la riqueza (es decir, el desmantelamiento de las capacidades netamente democráticas de una sociedad) no son más que la marca de agua de un gobierno que, por elección ideológica y por construcción política, se preocupa más en asegurar “la libertades” de compra y venta de una burguesía oligárquica cada vez más concentrada y adinerada, mientras que demuestra lo poco que le importa siquiera parecer ser un gobierno democrático.


(Foto de portada: Pepe Mateos)

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